La lucha contra el neoliberalismo ya tiene historia y pasó por diversas fases –desde la resistencia, al inicio de la construcción de alternativas– y enfrenta ahora la contraofensiva de la derecha.
Emir Sader. La Jornada 7 de junio de 2008.
En el año de lanzamiento del Tratado de Libre Comercio de América del Norte –1994– los zapatistas convocaron a resistir la nueva ola hegemónica. Ignacio Ramonet llamaba, desde un editorial de Le Monde Diplomatique –1997–, a luchar contra el “pensamiento único” y el Consenso de Washington. El Foro Social Mundial –2001– convocaba a la construcción de “otro mundo posible”. Las manifestaciones contra la Organización Mundial de Comercio (OMC), que se iniciaron en Seattle –2001–, revelaban la extensión del malestar contra el nuevo modelo hegemónico a la vez que exhibían el potencial de la lucha popular. Era una fase de resistencia, defensiva, frente al cambio regresivo de proporciones históricas gigantescas operado por el pasaje de un mundo bipolar a otro unipolar –bajo la hegemonía imperial estadunidense–, de un modelo regulador a uno neoliberal.
En el plano gubernamental, la consolidación de la hegemonía neoliberal se produjo por el pasaje de la generación derechista que la lanzó –Pinochet, Reagan, Thatcher– a una segunda, que algunos de sus protagonistas denominaron tercera vía (Clinton, Blair, Cardoso), ocupando casi todo el espectro político. Esa fuerza compacta se comenzó a resquebrajar con la elección de Hugo Chávez en Venezuela –1998–, concentrándose en América Latina a partir de ese momento con las derrotas electorales de los principales promotores del nuevo modelo –Cardoso, Menem, Fujimori, Carlos Andrés Pérez, el PRI– y exponiendo su fracaso.
Mientras tanto, esa reacción popular se reflejó en los triunfos electorales que sucedieron al de Chávez –Lula (2002), Kirchner (2003), Tabaré Vázquez (2004), a los que se puede sumar el de Daniel Ortega (2006)–, presentándose un escenario diferente al esperado. Aunque victoriosos frente a gobiernos ortodoxamente neoliberales, los nuevos mandatarios no apuntaron a romper con el modelo neoliberal –manteniéndolo con distintos grados de flexibilización– principalmente por el peso que pasaron a tener las políticas sociales.
Esos matices, sumados a la opción por procesos de integración regional –en primer lugar el Mercosur– y la derrota de la Alianza para el Libre Comercio de las Américas –a la que los nuevos gobiernos colaboraron activamente–, revelaban, mientras tanto, diferencias significativas con relación a los regímenes que los antecedieron, contribuyendo al surgimiento de un escenario político inédito en el continente por la existencia simultánea de una cantidad de variadas formas de gobierno que se opusieron a los tratados y fórmulas de libre comercio impulsadas por Estados Unidos, así como a su política de “guerra infinita” –que tuvo sólo en Colombia una adhesión explícita en la región.
Las victorias de Evo Morales (2005) y Rafael Correa (2006), junto con el lanzamiento de la Alternativa Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (Alba), el Banco del Sur, el gasoduto continental y la adhesión de Venezuela y Bolivia al Mercosur, dieron contornos más amplios y fortalecieron un eje de gobiernos que, además de privilegiar los procesos de integración regional, comenzaron a construir modelos de ruptura con el neoliberalismo. En tal sentido, el triunfo del paraguayo Fernando Lugo (2008) ensancha el campo de los regímenes progresistas del continente, al que puede sumarse próximamente El Salvador.
Entre tanto, a partir de 2007, después del golpe relativamente sorpresivo dado por la proliferación de conducciones progresistas en la región, la derecha retomó su capacidad de iniciativa, perdida cuando las fuerzas populares capitalizaron, en el plano electoral, el descontento generado por las políticas sociales neoliberales, el hilo más frágil de la cadena neoliberal.
Para recomponer su capacidad de iniciativa, la derecha –que suma tras de sí a la vieja derecha oligárquica y las corrientes socialdemócratas que adhirieron al neoliberalismo– metió mano en esferas en que su hegemonía no fue tocada o allí donde conserva, en lo esencial, su fuerza: los poderes económicos y mediáticos. Esta contraofensiva asumió caras distintas dependiendo del país, aunque con elementos comunes: crítica a la presencia del Estado y sus regulaciones en los procesos de integración regional y con el sur del mundo. Temas como la “corrupción” –centrado siempre en los gobiernos y en el Estado–, el desabastecimiento, la autonomía de los gobiernos regionales contra la centralización estatal, las supuestas “amenazas” contra la “liberdad de prensa” –identificada por ellos con la prensa privada–, etcétera.
Pasada la sorpresa de la multiplicación de gobiernos en que el control del aparato estatal escapaba a su gestión directa, la derecha retomó la iniciativa. En Brasil, con las campañas de denuncia sobre el gobierno de Lula; en Venezuela –tras el intento de golpe de 2002–, con la defensa de los monopolios privados de medios, señalando la corrupción y el desabastecimento; en Bolivia, oponiéndose a la reforma agraria, la nueva Constitución y la aplicación de otros impuestos a las exportaciones de gas con los que el gobierno central quiere ejecutar políticas sociales; en Argentina, objetando formas regulatorias y el desabastecimiento; en Ecuador, contra la nueva Constitución y renovadas formas de normatividad estatal. Cuenta también con los dos principales gobiernos de derecha en la región –México y Colombia–, que intentan abrir un proceso de privatización de la empresa estatal de petróleo Pemex, en el primer caso, e intensificando el epicentro de las guerras regionales infinitas en el segundo.
Después de haberse quedado paralizada durante los años de expansión de la economía internacional, que favoreció la obtención de recursos del comercio exterior para intensificar sus políticas sociales, la derecha retoma la ofensiva también en el plano de las denuncias acerca de los riesgos de regreso de la inflación; la necesidad de nuevos ajustes, de elevar otra vez las tasas de interés bancario, en la búsqueda retomar la prioridad de la estabilidad monetaria sobre la expansión económica.
La fase actual está marcada por el recrudecimiento de los enfrentamientos entre los gobiernos progresistas y la oposición de derecha en el plano político e ideológico. Las pretensiones de descalificación del papel del Estado ganan destaque central como tema aglutinador en el conjunto de debates y polémicas entre derecha e izquierda. Se perfilan hoy en el continente países que siguen el esquema de un Estado mínimo –como México, que intenta dar inicio a un proceso de privatización de la petrolera Pemex, ejemplo éste del renovado ímpetu privatizador del neoliberalismo continental–; como en Perú, país que adoptó recientemente –al igual que Costa Rica y Chile– un modelo previsional privado.
Por otro lado, hay países que buscan refundar sus estados, con base en esquemas posneoliberales y posliberales, y procuran nuevas formas de representación política, más allá del formalismo liberal, como Bolivia, Ecuador –ambos intentan establecer sociedades plurinacionales, pluriétnicas, pluriculturales– y Venezuela. Asimismo, hay países que ponen en práctica niveles de regulación estatales, sin romper los estados neoliberales prexistentes, pero frenan el desmantelamiento de los aparatos públicos y fortalecen capacidades sectoriales de regulación, lo que frena los procesos de privatización anterior, fomentando el crecimiento del trabajo formal y requipando la funcionalidad y los servicios federales –del que Brasil y Argentina son ejemplos.
El destino del neoliberalismo en el subcontinente no está definido. Continúa siendo hegemónico, sea porque hay países que mantienen ortodoxamente el modelo, porque persiste preponderantemente, de una u otra forma, en varias de las principales naciones (Brasil, México, Argentina, Colombia, Chile, Perú, Uruguay, Costa Rica) en un mundo dominado por el neoliberalismo. Su destino será decidido sobre todo en los tres países con economías más fuertes. De ellos, por ahora México avanza consolidando la hegemonía neoliberal, mientras Argentina y Brasil preservan el modelo –con flexibilizaciones–, aunque amenazados por fuerzas opositoras de derecha.
El espacio más significativo de construcción posneoliberal es la Alba, en que los participantes –Venezuela, Cuba, Bolivia, Nicaragua, más intercambios importantes con Ecuador– construyen relaciones solidarias, y buscan responder a las necesidades y posibilidades de cada nación con alternativas a las leyes del “libre comercio” de la OMC , practicando lo que el Foro Social Mundial denomina “comercio justo”. Ése es un espacio típicamente posneoliberal, que depende de la consolidación de los procesos políticos en esos países.
Traducción: Ruben Montedónico